Lo que el ministerio significa para mí
Dr. Andrea King, Pastor, Imani Praise Fellowship
19 de agosto, 2012
Crecí como hija de un pastor, pero nunca se me ocurrió que una mujer pudiese llegar a ser pastor. De hecho, cuando mi hermana —de unos seis u ocho años— anunció que iba a ser pastor, puse mis muñecas a un lado y me puse el sombrero de hermana mayor y le hice saber que las niñas no podían ser pastores. Podíamos ser maestras pero de ninguna manera podíamos ser pastores.
Es por eso que, cuando tenía catorce años y el director de jóvenes de la conferencia llamó y me pidió que predicase el sermón durante el camporee de Conquistadores de la conferencia, tuve una respuesta inmediata: NO.
No fue porque era una mujer; mayormente fue porque era una adolescente y, ¿qué iban a pensar mis amigos de mí, predicándoles desde la plataforma? El director de jóvenes y mi madre tenían otros planes, así que prediqué en ese camporee.
Repentinamente, Dios se manifestó en mí en ese campamento. Dios se apoderó de mí y habló a través de mí en forma tal que no tenía yo idea de lo que estaba pasando. El Espíritu del Señor inundó el lugar de tal manera que muchos jóvenes de cuatro estados diferentes pasaron al altar a rededicar sus vidas a Dios.
Iglesias de toda la conferencia me empezaron a llamar para invitarme a predicar, pero nunca se me ocurrió que el ministerio sería la labor de mi vida de tiempo completo. Quería estar en la televisión. Iba a ser una titular de noticiarios. Había empezado a trabajar como practicante en Black Entertainment Television. Había hecho castings para varios shows. Tenía grandes planes para mi vida. Pero, en el fondo de mi estómago, sentía que Dios no estaba en esos planes.
Un día, estaba presentando mis planes a Dios, acerca de lo que iba y no iba a hacer. Recibí la constante sensación de que Dios quería que fuese a Oakwood. El puesto más grande, en mi cabeza, para una mujer era como esposa de pastor. Así que le dije a Dios que no estuviese haciendo ese tipo de planes para mí. Los productores de televisión ven algo en mí, le dije a Dios, así que no voy a Oakwood y no me voy a casar con un pastor. Tan claro como el día, Dios dijo, «vas a ir a Oakwood y vas a SER un pastor». Me sobrecogió la emoción y empecé a llorar en mi escritorio.
¿Ser pastor? Ni siquiera creía que las mujeres deberían ser pastores, así que debía de estar volviéndome loca. Además, era 1995 y, por el voto reciente de la Conferencia General, me parecía que la denominación no creía tampoco que las mujeres debían ser pastores. Así que esto no podía provenir de Dios. Por mucho tiempo mantuve esto en secreto. Pero Dios no me dejaba descansar. Aunque no le dije a nadie, Dios les dijo y empezaron a venir a hablar conmigo, diciéndome que Dios me estaba llamando.
Decidí tratar de estudiar teología y ver qué pasaba. Pero no me atrevía a decirle a mi madre. Estábamos a una hora, en un viaje de ocho horas, antes de llegar a Oakwood. Tenía que decirle. Le pedí a Dios que me diese valor. Mientras íbamos por la 65, le dije que pensaba estudiar teología y casi se salió de la carretera. «¡Ni hablar! Ninguno de mis hijos va a estudiar teología. Vas a estudiar algo en lo que puedas conseguir trabajo. No vas a malgastar mi dinero».
«¡Señor, ayúdame!» Oré en silencio. Pero, si mi mamá no quiere, hasta aquí llegó todo.
Pero Dios no me dejaba en paz. Caminaba por el campus y la gente, de buenas a primeras, me decía: «Dios te ha llamado y no quieres obedecer porque eres una mujer». Otros me apuntaban y decían: «No abortes tu misión». Fui a la biblioteca y leí todos los libros acerca de las mujeres en el ministerio. Básicamente decían que las mujeres pastores estaban desobedeciendo a Dios e iban a ir al infierno. Recuerdo decir: «Lo siento, Señor. Quiero ir al cielo, así que no puedo obedecerte».
Un antiguo dicho dice: «Tus brazos son demasiado cortos para boxear con Dios». Eventualmente dejé de resistir el llamado y obedecí. Requirió de mucho ayuno y oración, llanto y tropezones. Tengo que admitir que me alegro de haberlo hecho. Nunca me había dado cuenta de la bendición que era mi ministerio, no solamente para mi vida, sino para los demás. Fui al seminario y, durante la sesión de la Conferencia General en Toronto, el Departamento de Jóvenes condujo «Impacto Toronto». Prediqué en una carpa en Regent Park y noventa personas decidieron seguir a Cristo. Tomamos una ofrenda y encontramos a dos obreros voluntarios para trabajar con los intereses producidos por esas reuniones.
En una de las reuniones un hombre se acercó a mí.
«Pastor, ¿sabe qué? Se me pegaron las cobijas».
«Me alegro, hermano. Alabado sea el Señor».
«No, no me entiende. Yo era un adicto a la heroína. Todas las mañanas me levantaba antes de las siete porque mi cuerpo requería heroína. Nunca se me pegaban las cobijas pero este es el tercer día y ni siquiera tengo antojo por heroína. Hoy dormí hasta las tres de la tarde. Ese Dios del que ha estado predicando ha hecho que pierda mi adicción».
He visto a Dios sanar milagrosamente a personas con cáncer y otras enfermedades a través de la oración. Cuando los doctores decían «va a ser un vegetal el resto de su vida; no va a poder caminar de nuevo», tenía el privilegio, cuando nadie podía estar con ella, de orar.
Estaba predicando un sábado y esa misma mujer entró a la iglesia; la misma que supuestamente iba a ser un vegetal paralítico. Pasó al frente y dio su testimonio.
He visto milagros. He tenido el privilegio de ver a Dios transformar radicalmente las vidas de la gente.
He hecho compañía a víctimas del SIDA con las que nadie quería estar y les hablé del amor de Dios.
Los muchachos que hacían que los diáconos llamasen a la policía —porque estaban patinando en nuestra propiedad— aceptaron mi invitación a recibir estudios bíblicos y yo misma los bauticé.
He podido hablar de Cristo a pandilleros. Cuando los llevaba a alguna parte de la ciudad, a la iglesia, o a algún evento de jóvenes, en mi auto, se escondían conforme pasábamos por algunas calles para que sus enemigos no los balacearan. Pero sus vidas habían sido renovadas y transformadas.
En un momento en mi vida quise trabajar para la televisión y leer las noticias. Imaginaba que iba a hacer reportajes sobre violencia de pandillas o adicción a drogas. Pero, por el poder de Jesús y su llamado, he llegado a crear historias. Pude ver el otro lado, lo que las noticias nunca nos cuentan. En lugar de hacer reportajes acerca de cómo el enemigo trató de robar, matar y destruir, pude ver de primera mano las buenas nuevas de cómo Jesús ayuda a hombres y mujeres, muchachos y muchachas, a tener una vida más abundante.
Me viene a la mente el mantra que el Dr. E. E. Cleveland nos enseñó en el primer año de teología. Capta lo que es mi ministerio. Lo recuerdo cuando las cosas van bien y cuando las cosas van mal: «He visto a Dios hacer mucho, por mucho tiempo y finalmente estoy convencida; él puede hacer lo imposible con la nada… Y eso soy yo».